Ahora, en este momento, en este instante vacío, estoy en una de esas curiosas situaciones donde me siento frente al computador a redactar sin un camino o final.

Estoy estancada en aquella sensación que se te produce al mirar por la ventana. Miras, ves todo, contemplas la inmensidad del mundo y piensas en lo pequeño que eres frente a esa jungla de acero y cemento. Piensas en historias vagas, quizá en cosas que nunca pasarán o que quisieras que te pasaran. Sabes que no sirve para nada, que solo estás matando el tiempo ligeramente entre las melodías embriagantes de un par de auriculares.
Y sigues mirando tras la ventana, sin importarte nada.
Y eso hago.
Escribo, sin pensar en qué escribo. Quizá porque pienso en que conseguiré algo bueno mientras deslizo los dedos en las teclas. Quizá porque pienso que tengo algo bueno que contar, o que algo decente saldrá.
Quizá solo escribo por la necesidad de saciar el hambre de aquel parásito literario que habita en mí y me exige un poco de creatividad e innovación antes de permitirme el descanso eterno.
Un parásito que me tiene aquí: Escribiendo sin saber qué escribir.
Un parásito al que bauticé como Sam White.
Un parásito que, sin él, yo no estaría aquí.
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